domingo, 13 de junio de 2010

On the desert





Abordas la noche con el corazón encabritado, distinguiéndote entre las nubes, las que cubren la ciudad o las que se acomodan junto a la playa, dispuestas a recibir el abrazo de los navegantes, los que siempre las persiguen.
Gacela y corzo, flama y llama, pluma que canta y el balcón de mi pecho que, después de tantas batallas, sabe esperar.
A veces la calma cubre la ausencia, otras la morada se convierte en cubil de fiera que se agita indomable, crepitar de sentidos incendiados y lenguas que salpican, desbordadas de sombras o de otros pasos que resuenan, a veces trino, otras estrépito.
Así es nuestro ritmo. El que recibe nuestras dudas sin tener que preguntar, sin deberse nada... y recibiendo a manos llenas. En este escenario no nos da la gana fingir, sólo trepamos por nuestro ser en vuelo, el que se alegra con un simple brote que nace, con un gesto que le caliente los adentros, caricia leve o arrullo silencioso, palabra que bamboleante dejamos caer en brazos del otro, en su escote, o escribimos sobre las cicatrices de su vida. No lloramos más que a tramos: vengo penando-respira- dame la mano-¿cómo seguir?- levántate y anda...
Y nos dejamos crecer auroras porque el tiempo se alarga sin querer -nos llegamos hasta el costado para tentarnos- a veces a deshoras, a veces perdidos, otras con urgencia como si la eternidad se acabara, aun sabiendo que mañana enfilaremos de nuevo el camino cotidiano, el horizontal, el del corazón ceñido, el que nos queda todavía a pesar de todo.

"Diariamente se levantan los montes, el cielo se ilumina
el mar sube hacia el mar
los árboles llegan hasta los pájaros.
Sólo yo no me alumbro, no me levanto."

Y leerán esto y pensarán que somos tristes, que no merece la pena hablarnos, que con nosotros es imposible... Y se equivocan. Si se llevaran los ojos directos al corazón, si escucharan los suspiros de las rosas, sabrían que nos gusta ver flotar las hojas en la fuente, solo seguir el paso de las nubes hundiendo nuestros dedos en el aire, para agarrarnos a él y sentirnos vivos porque no queremos olvidar quiénes somos, dónde estamos, conocer nuestro nombre... Pero no podemos dormir. A veces temblorosos, otras hambrientos, o terriblemente cansados. Por eso echamos a rodar las palabras y su polvareda nos ilumina, incluso pare trinos de risas sonoras como hace tiempo no escuchábamos y las sentimos crujir en nuestro vientre, se nos caen de las manos y arriban-manantial y arpa- atravesando atmósferas, células y tejidos...  Pero si ni siquiera los ojos se ven, es sólo lugar en que nos remansamos, lugar al que llegamos después de mucho andar ¡y de maneras tan distintas! y en el rincón del vocablo que juega o en el de las horas de luna reconocerse y estar, sin apretar al tiempo, como la orilla y las mareas, las piedras del lecho del río o la tierra que se abre cuando la planta crece.
¡Bien haya la sombra del árbol

llegando a la tierra,
porque es la luz que llega!








*Los versos en cursiva pertenecen a Jaime Sabines.

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